Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire, chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente: Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba, y fue así: -No es nada, nada absolutamente. A toda costa quiere que se ignore el lance: que nadie la reconozca.» Y al advertir que seguía mirándome, que sus ojos me buscaban en medio del gentío, ocurrióseme que aquel interés decisivo podía ser yo. El mejor momento del día era cuando tumbada en el sofá, antes de dormir, mi pequeñaja comenzaba a moverse dentro de mi tripa, como si me saludara y me recordara que estaba bien, que no me preocupara. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera, para la cual es imposible seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza -los únicos que me tranquilizarían-. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole. Si no supiese que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los restos de un poeta, de un artista de uno de esos hombres que fascinan porque su acción dominadora no se limita a la materia, sino que subyuga la imaginación. Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor se interponían extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza y pronto vería a su amada. Al cumplirse, día por día, a corta distancia del pazo de Lobeira apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la condesa; y los demás labriegos, que le rodeaban esperando a que despertase, quedaron atónitos cuando al volver en sí, a gritos confesó el crimen, a gritos se denunció y gritos pidió que le llevasen ante la Justicia. Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués de Cazalla al día siguiente. ¡Válgame Dios! Y ahora, con la lengua seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. Cuando se puso de largo, la gente empezó a decir que era bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. ¡Por Dios, déjame en paz! Saldría con un perrito a pedir limosna… ¡Ah, si no fuese tan boba y tan mala hija -teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo como oro cendrado, que llegaba hasta los pies-, no dejaría que su madre se desmayase por falta de alimento! Sólo me advirtió que si las apartaba de mí o las enseñaba a alguien, perdían su virtud. Si sufría demasiado…, allí tenía el remedio. ¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria? Se atendió a aislar las casas vecinas y a salvar con escalas a los inquilinos del segundo y tercero. Hecho esto, siguió destapando latas y dio la vuelta al grifo de un inmenso barril de alcohol. Si no podrás irte. Poco más de un cuarto de hora después salió a la playa Afra sola, desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que a Flora la había arrastrado el mar…, Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo reapareció al otro día un cadáver desfigurado, herido en la frente… El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos fue que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas gritó: «¡Me ahogo!»; que ella, Afra, al oírlo, se lanzó a sostenerla y salvarla; que Flora, al forcejear para no irse a fondo se llevaba a Afra al abismo; pero que, aun así, hubiesen logrado quizá salir a tierra si la fatalidad no las empuja hacia un transatlántico fondeado en la bahía desde por la mañana. -¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted, dentro de los marcos gemelos? Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba frenético o contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. El marqués había huido de la habitación. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Tan guapa era Manuela la cortijerita como Jacinta la dama. Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Acostumbrado Trifón a que sus discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó que María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de la niña, en vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. ¡Si no le dejo…. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Malo es padecer desvaríos del alma, y peor no ocultarlos siquiera.» Al escuchar estas cosas yo salía a la defensa de Gonzalo: no me era posible dejar de quererle… un poco… es decir, ¡mucho! Romana, desde que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él. Los pingajos de su falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos. Indignado por tal brutalidad, me precipité a levantarla; se alzó pálida y temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un brillo sombrío, que me pareció de odio y furor; pero al fijarse en mí destellaron agradecimiento. La clave del enigma no era sino la esposa del capitán Ortiz, una de esas hembras que no calificaré de muy hermosa, pero peores que si lo fuesen: morena, menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas del infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una liga. He dicho «al señor». Y me inclino a creer esto último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de cristianas y devotas, y no desobedecían a su director de conciencia en cosa tan grave y patente. Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga, y estuvimos todos bulliciosos y decidores. Fingía huir la gata, escondíase entre sauces y mimbres, y cuando el ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer sobre la muelle alfombra del prado, y, escondiendo las uñas, recibía con las patitas de terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba, retozando, en deleitosa mezcla e indescifrable confusión de tratamiento ásperos y dulces. «Baja», pareció contestar con sus ojos misteriosos la gatita. Hoy se muere de gozo Candidita. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el cajón, sacar la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A los que mucho amaron se los podrá perdonar y compadecer; pero envidiarlos, sería no conocer la vida. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de Martina, atraídos por la juventud y la buena cara, unidas a no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. ¡Siempre! ¿No ves que lo estás borrando? El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no tiene los matices de aquellos ojos cándidos, ya verdes, ya azulados, siempre dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Sólo que éste, a su vez, apretó el paso y desapareció por una de las puertas del salón. Practicada en el tronco de un árbol la madriguera, los cobijaba a maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil. ¡Qué consuelo tan grande recibirá su alma cuando me vea!¡Qué felicidad la suya, y también la mía, al encontrar un compañero! No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». Pero ¡si fue él mismo quien la puso de patitas…» «Pues por eso, cabalmente por eso», contestaba yo, dejándolos con la boca de un palmo. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Desplegando zalameras coqueterías o repentinas y melancólicas reservas; discutiendo o bromeando, apurando los ardides de la ternura o las amenazas del desamor, suplicante o enojado, nada obtuve; la dueña de la caja persistió en negarse a que me enterase de su contenido, como si dentro del lindo objeto existiese la prueba de algún crimen. ¿Qué hay? Los seis primeros años fueron encantadores. El médico dio su fallo: para salvar la vida había que practicar urgentemente la amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que consideraba peligroso dar cloroformo al paciente. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de la señora; y hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni necesidad de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y Ramiro entró en capilla a las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar el siguiente día, a las treinta horas del crimen…. Habíanse pasado muchos, muchos años, cuando la princesa reina ya y casi vieja ya, tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante los momentos más bellos de la juventud. -¡Sí, busca teniente! Recluido en su gabinete, Fausto llamaba a la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del cortinaje: la infiel no acudía a la cita, y Fausto, con la frente calenturienta apoyada en la palma de la mano -actitud familiar para todos los que han luchado a solas con el ángel rebelde-, no sentía fluir ni una gota del manantial delicioso; sólo veía rosas negras, áridos arenales caldeados por el sol del desierto. Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría mirándola, y volvería a abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en espíritu…. Yo aduciré ejemplos. ¡y tal vez calumniamos al conjeturar! Habíamos estado juntos en el colegio de los jesuitas, y cuando salimos al mundo, la amistad se estrechó. Iban llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de joyas. Si era un coche que pasaba -objetó nerviosamente Lucila, que rompió a sollozar con amargura. Aprovechando los movimientos que hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía doblarse al peso del voluminoso rodete; su oreja menuda y apretada, como para no perder sonido. Lucila se había puesto el vestido de seda gris, que le sentaba muy bien, y una rosa en el pecho -una rosa del mismo color de las perlas-. pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos, margaritas y amapolas…. Las muchachas nada agradecen. Y, loco de gozo, el rey se avino a todo, hasta a respetar el misterio de aquella vista prodigiosa que había empezado a devolver a su hija la salud. El curandero (¡si sería listo!) Lo cierto es que yo, cuando vi que por fin guardaba silencio María, cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo e instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor a la existencia. Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica, que apretaba entre sus dedos se puso muy cerquita del oído de la niña, y murmuró suavemente: -Sí, era algo… Quería decirte que eres… ¡más guapita! La pavía madura cuelga de la rama y va por instantes a desprenderse del tallo. This paper. ¡Mientras mayor inocencia en las criaturas, más prudencia y precaución en las madres! Eran cosas pasadas, bien pasadas; muertas y bien muertas. Aunque con Dios no debía de estar muy a bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica, dedicada a un santo, que allí la llaman Vassili Blagennoi, lo cual significa el Bienaventurado Basilio. Antes anduvo Vicente rabioso que gozoso; tragó la hiel cuando aún no gustara la miel, y nunca recibió el divino premio de los halagos de la amada sin que se lo amargasen con amargor de muerte negras sospechas, infames imaginaciones y desesperados recelos. Su rostro angelical no desmentía las cualidades del alma: parecíase a una Virgen de Murillo, de las que respiran honestidad y pureza (porque algunas, como la morena «de la servilleta», llamada Refitolera, sólo respiran juventud y vigor). -Pero ¿tú te has casado alguna vez… ante un cura? Me sucedía a menudo encontrar en la calle a otros niños de mi edad, muy armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas, retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también «mi niña» con quien cartearme. Rompióse el vidrio, y la muchacha «recogió el papel y leyó los versos, no una vez, ciento, mil; los bebió, se empapó en ellos. En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba diciéndole que la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la poesía no acude a los páramos, sino a los oasis, y que si no podía volver a animar, tampoco podría volver a aparear versos, como quien unce parejas de corzas blancas al mismo carro de oro. Gustaba el vizconde de charlar conmigo, y a veces me refería lances de su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar los detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia del fondo con lo escogido de la forma. Era el oratorio. Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. En aquellos momentos odiaba ser autónoma, quería renunciar a esa falsa libertad de trabajar en diferentes sitios. (Las coincidencias hacen el gasto). Habiendo fracasado por completo la diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste con el médico, el notario, el alcalde…. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra, que no me dejaba respirar, me aturdieron de tal manera, que no me atreví a resistir. Más resuelto que los otros villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre. Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón. Casa digital del escritor Luis López Nieves, Suscríbete a NotiCuento le imito! -respondió con energía la del rojo balandrán. Alarmado, antes de terminarse el acto dejó su asiento, corrió a informarse entre bastidores… Aquella mañana misma, la cantante había rescindido su contrato, perdiendo lo que quiso el empresario, y partido en dirección a San Petersburgo. Avisamos a mi madre que dormía en la habitación de al lado para que cuidara a mi hija, que estaba con nosotros en la cama y nos fuimos al hospital. Eso sí, mejor si puedes disfrutar de tu baja maternal. Así, la situación fue mejor… vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo techo, y yo entre ellas. Entonces tuvo una idea extraordinaria. Quizá por obra de la suciedad salvaje en que la gitana vivía envuelta, o por el carácter exótico de su hermosura de dieciséis abriles, lo que me inspiraba era una especie de lástima cariñosa unida a un desvío raro; yo no concebía, con tal mujer, sino la contemplación desinteresada y remota que despierta un cuadro o un cachivache de museo. Siempre que entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas -antes que las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero estampado que recubrían la pared- un retrato de mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de aquella miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Estábamos muy felices los tres y como era autónoma soñaba con disfrutar de los nueve meses de embarazo, de cuidarme y cuidarle. ¡En qué estado volví a casa! Chiquillo, no sé si fue el movimiento del coche o si fue el aire libre, o buenamente que estaba yo como una uva, pero lo cierto es que apenas me vi sola con el tal señor y él pretendió hacerme garatusas cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté de pe a pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va y teniente viene, y dale con que si me han casado contra mi gusto, y toma con que ya me desquitaría y le mataría a palos… Barbaridades, cosas que inspira el vino a los que no acostumbran… Y mi esposo, más pálido que un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió a mi casa. -Exactamente… Veo que son ustedes perspicaces… Al pensar Marcelo que se libertaba de su criminal pasión, lo que hacía era recaer en ella de plano, satisfacerla, entregarse… ¿Y la belleza? -Di que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de manteca. Lo que nunca se divulgó fue que hubiera adoptado tal resolución para evitar el sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de «aquel» que un día la engañó y vendió. No sirves para nada… ¡Escribimos a papás que nos envíen… un…, un bono…. Le enseñaré a usted su retrato, y me dirá si exagero. Y acaso acertase: no pretendo excusar a mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era honesta y sencilla su afición a la hija del colono. Eso ya me lo avisó un abogadito «que tuve»… ¡El diablo que se meta a pleitear! como si lo hubiese parido Romana misma…. Por fin, para mejor acercarme a ella acordé suprimir el frío cristal: vacilé al ir a ponerlo en obra. Llámenme enhorabuena indiscreto, antojadizo y, por contera, entremetido y fisgón impertinente. La noche era deliciosa, del mes de mayo; acogiéronse al pie de un árbol frondoso; él, saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de estar juntos; ella -porque ya habrán sospechado los lectores que se trataba de una mujer-, nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y haciendo desplantes. Cuando le preguntaban en qué consistía su mal, contestaba lacónicamente: «No lo sé» Y era cierto; pero al fin lo supo, y al saberlo le hizo mayor daño. Pero ella, reconociendo en don Luis al caballero galán de quien no había cesado de acordarse -el que vio cuando salía de vender su cabellera en casa de la bruja-, exhaló un grito involuntario… Al oírlo, volvióse don Luis, y, cruzando las manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba, pues reconoció el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que bañaba el sol… Y dirigiéndose a las dueñas y a las mozas de servicio, con imperio y ufanía, dijo solemnemente: -No labréis más; hoy es día de fiesta: saludad a vuestra señora…. Lejos de hallarle rebelde a la divina palabra, apenas entré en su celda se abrazó a mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión, rogándome también que, después de cumplir el fallo de la Justicia, hiciese públicas sus revelaciones en los periódicos, para que rehabilitasen su memoria y quedase su decoro como correspondía. Las epístolas de Don Juan, a la verdad, expresaban vivo deseo de hacer a su prima una visita, de renovar la charla sabrosa; pero como nadie le impedía a Don Juan realizar este propósito, hay que creer, pues no lo realizaba, que la gana no debía de apretarle mucho. Al principio, mi madrastra se portó…, vamos, bien; no nos miraba a los hijastros con malos ojos. -Chica, ¡cuántos duros! Era ni más ni menos que una gatita blanca como la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de esmeralda. -Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no existe fuera de nosotros. Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán, y además, exaltado ya mi amor propio (a falta de otra exaltación más dulce y profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la clave del enigma. Cuando hube permanecido así un buen rato, llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar a aquella mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía mi compañero de armas, Alberto Castro: -Cuidadito, ¿por qué? Siempre he procurado que se sintieran acompañados, que pudieran contar conmigo y creo (o una vez más espero) haberlo conseguido. Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por rengloncitos de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del mundo, saqué en limpio que «tal vez»…. Así que ella lo notó…, ¡guárdame siempre el secreto!, ¡no lo digas ni a tu madre!, empezó a insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. mandó que no las viese nadie…, para que a nadie se le ocurriese analizarlas. Solo tuvo tiempo de huir a la tienda. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Acababa de romper relaciones con una mujer a quien no amaba: aquello principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel antipático, que ya va olvidando, de puro sabido, en un drama sin interés y sin literatura. Con igual facilidad, probé la inexactitud de otros datos aducidos por doña Leonor. Saqué la perla del bolsillo…. Y así que ella me vio resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció que compartiría mi destino, fuese el que fuese…. Así que se casó mi sobrina, se me cayeron a mi las escamas de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella… Y la busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo encontré repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan perseverante, que me di por vencido, y me salieron las primeras canas…, -Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted eligió…. Corrió algún tiempo. Se me trastornó el sentido. Leyó afanosamente, y, por el contexto de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la Tierra y habitaba una casa en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la calle, con la torre de la iglesia a la vuelta. Al pronto no se ve nada viniendo de afuera, cuando la luz es poca; pero a los tres minutos la vista se acostumbra y algo se percibe. Observé también que su belleza consiste, principalmente, en el color. Mi curiosidad, como todas las curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición. Hay que renunciar a esa esperanza. ¡Hoy en día nadie pinta miniaturas!… Eso se acabó… Y yo también me acabé y no soy lo que ahí aparece! Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para esconder un sentimiento puro y legítimo. ¿De qué sílabas se componían su nombre y su apellido? -Es que hará penitencia por dos -respondí, admirada de que en este punto fallase la penetración de mi cronista-. rogó a sus consternados padres que advirtiesen a Germán que las relaciones quedaban rotas. Amelia, súbitamente, comprendió. Blancas (por obra de Naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo oscuro. Si se encuentra una persona sana, robusta, joven y que quiera lo bastante a esta señora para dar su sangre de las venas de su brazo…. Empeño, además, el abrigo nuevo; me va asando de calor. La mujer es responsable, culpable.., entendámonos: cuando engaña. -Explíqueme usted -dije al señor de Bernárdez- una cosa que siempre me infundió curiosidad. -pregunté con curiosidad. Era tal su aturdimiento, que no acertó a decir otra cosa… Los requiebros más entusiastas no pueden halagar tanto a una mujer como una turbación, que sólo puede interpretarse como señal de pasión verdadera…. Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más. que no sé si nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense o Macías el galaico lo estuvieron con mayor vehemencia. Agustín sentía, al acercarse a la condesa, todos los síntomas de la timidez enfermiza, y mientras a solas preparaba declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia de su diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba sonidos, ni su pensamiento coordinaba ideas… Todos reconocerán que este estado tiene poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni mucho menos. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor blando y sedoso contra la pared del malecón? -¡Naturalmente… Si no se apartó del niño! y se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas saliese a capitán. ¿Por qué, vamos a ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre ratona? Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente. No podía explicarse -ahora que ya no se interponía entre ellos la reja -cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, cómo no formaba planes de vida, cómo no hablaba de matrimonio y otros temas de indiscutible actualidad. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana razoncilla práctica. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.
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